Sunday, March 27, 2011

¡Cárgame!

Segunda historia de la colección "La Apuesta"

¡Cárgame!

La siguiente es la increíble y triste historia de Rolando, víctima número 633337829384675 del mal comúnmente conocido como “un noviazgo Shanghainés”. Pocos hemos estado en su lugar, por eso pido al lector, la más humilde reserva de juicios, por lo menos hasta el final de la historia, cuando de juzgar se trate.

Aquellos que estamos familiarizados con los estereotipos chinos comprendemos bien que la idea de cortejar a una nativa de Shanghái es, y lo escribo con el mayor tacto posible, valiente. Valiente a lo mosquetero. Valiente a lo guerrero águila, jaguar y elefante. No quisiera herir susceptibilidades, pero creo no tener opción, es un dato conocido que las mujeres shanghainesas son difíciles, malhumoradas, volubles, explosivas y quien diga que todas las mujeres somos así que venga y me lo diga en la cara el muy hijo de su chingada.

Por cierto, ¿alguna vez han visto en Youtube el video de la mujer Shanghainesa que se metió a probar un coche en una agencia y obligó a su novio a comprárselo haciendo berrinche y amenazándolo con atravesar las ventanas con el coche y dejarlo ahí para cubrir los gastos? Es buenísimo.

Los chinos tienen un dicho. Si de buscar marido se trata, ve a Shanghái, donde los hombres son mansitos y mandilones (¿a quién no le gusta comerse sólo el migajón del pan?). En cuanto a buscar mujer, el norte es preferencial, y evita Shanghái a toda costa. ¿Por qué?

Preguntémosle mejor a Rolando, quien nos regala la corta historia de su noviazgo con Ying, o más lindo aún, la historia de su corto noviazgo con Ying.

Un claro día de Abril, Rolando e Ying se paseaban de la mano a lo largo de la calle Nanjing, la famosa avenida de luces y rascacielos que vemos en los primeros resultados al escribir “Shanghái” en Google. El clima parecía querer animar el romance con una fresca brisa acompañada del brillante sol de mediodía y la pareja enamorada era objeto del canto de los pájaros y el griterío de los vendedores de bolsas de imitación.

Rolando miraba a Ying con cariño, qué afortunado era al haber encontrado a una china de disposición tan dulce, tan cariñosa y amable con todas las criaturas de la creació—

“¡Cárgame!”

La orden pronunciada por una voz familiar sacó a Rolando con violencia de sus pensamientos y al darse la vuelta vio a Ying parada, con los brazos cruzados, en medio de la avenida, unos cuatro o cinco pasos atrás de él.

“¿Perdón?” Inquirió Rolando, la pregunta del millón de yuanes.

“Quiero que me cargues, estoy cansada” Y así, sin decir más, Ying se quedó cruzada de brazos sin dar un paso más.

Pobre Rolando inocente, al escuchar el razonamiento de su chica no pudo contener la más mínima carcajada, qué bromas haces Ying, me matas de risa, ándale vámonos que se nos hace tarde para le película, contestó nuestro héroe, pero las últimas palabras fueron evaporadas al salir de su boca por la incandescente mirada de Ying.

“¡Te dije que quiero que me cargues! ¡Estoy cansada!” Y la gente empezaba a fijarse, algunos transeúntes que pasaban a su lado caminaban más despacio, atentos a lo que sucedería, hombres y mujeres por igual conscientes de que el pobre Rolando, de no aceptar, estaría cavando su propia tumba. “¡Además es romántico!”

Mirando de un lado a otro, pobre Rolando comenzaba a preocuparse, en realidad está hablando en serio, se dijo a sí mismo. Quiere que la cargue, y dice que es romántico, pinche loca.

“Si no me cargas, si no me cargas Rolando Augusto Jerónimo Benavides del Río, ¡no me volverás a ver jamás en tu vida!” Gritó Ying, sus lágrimas invisibles rodaban por sus mejillas carmesí (disculpen el nombre telenovelesco, extraño Televisa).

“No digas eso Ying, mira vamos a sentarnos un rato para que descanses un poco y luego te llevo a tu casa, olvidémonos de la película” sugirió tentativamente Rolando, pero la única respuesta que recibió fue un chillido agudo como de cerdito en el matadero y pataleadas infantiles cuya imagen mental me llena de nostalgia (¡quiero un helado de Santa Clara quiero un helado lo quiero lo quiero y lo quiero ahora!).

“Ya te lo dije, o me cargas, o adiós para siempre Rolando”.

Y hermanos míos, a chillidos de cerdito, oídos de chicharronero.

Nuestro héroe haciendo una seña detuvo un taxi, hizo un saludo militar con la mano en la frente y se despidió de Ying para siempre. En el trayecto de vuelta a la universidad no paró de carcajearse. A partir de ese momento y por el resto de su vida, Rolando recordará a Ying con cariño y sobre todo, simpatía.

Claro, hasta que dos semanas después recibió una llamada de la pequeña sicópata diciéndole que estaba lista para aceptar sus disculpas y olvidarlo todo en cuanto él tuviera los pantalones para ir a buscarla, poco hombre. No hay nada que excite más a un ex novio.

Había prometido el final de la historia como momento del juicio, pero justo ahora yo tampoco puedo dejar de sentir simpatía por Ying. Sin personajes como ella, ¿qué sería de nuestras vidas? Llevo muchos años viviendo en esta pintoresca ciudad y sinceramente puedo decir que Shanghái no sería lo mismo sin los berrinches urbanos y las cachetadas para el deleite público de las cuales, las chicas nativas de Shanghái, son expertas.


Los Paramédicos

Primera historia proveniente de la colección "la apuesta".

Los Paramédicos

Josefina estaba a punto de graduarse de una licenciatura en chino. En el último año de su carrera encontró un espacio en un restaurante que le serviría como servicio social, necesario para su graduación. El restaurante era, como es necesario dar a entender para la mejor comprensión de la historia, muy elegante. De aquellos que compañías mandan cerrar para su exclusivo uso y pagan una cuenta de varios “wan”, es decir, varios diez miles.

Siendo extranjera, y estudiada en cultura china, Josefina fue bienvenida con los brazos abiertos. El trabajo le gustaba y eso la hacía aún mejor en sus deberes.

El gerente era una persona carismática e inteligente que manejaba siete idiomas, y lo más importante, cuando era absolutamente necesario, fío y calculador. Josefina se sentía la persona más afortunada del mundo al trabajar con tan admirable persona.

A los pocos meses de comenzar a trabajar en el restaurante, Josefina ya había visto mucho de lo que, casi todos ignoramos, pasa tras bambalinas mientras todos están cenando cómodamente. Situaciones que, si no son manejadas con mucha delicadeza, pueden costar al negocio uno o más clientes.

En esta ocasión, Josefina nos regala una divertida anécdota para compartir con los amigos, o en mi caso, para extrañar más a mi país en donde “esto no pasa”.

Una fría noche de invierno, la mitad del restaurante, que a partir de ahora y para evitar conjeturas, llamaremos “Restaurante Caro”, hacía de anfitrión a una compañía china-japonesa que celebraba algún gran evento. La otra mitad del restaurante, separada por una bonita cortina, estaba ocupada por el resto de los clientes de la noche. Los invitados de la compañía eran, en su mayoría, chinos muy bien vestidos y con modales impecables. En su minoría, sin embargo, uno que otro confundido que imaginemos, pensaba que estaba cenando en el Hot-Pot del vecindario.

Entrada ya la noche y tras varias rondas de cocteles, los invitados la pasaban de maravilla. Claro, después de haber matado el hambre de invierno con platillos de requesón, manteca y vino, y siendo vino lo que más abundaba, es fácil comprender la dicha. En cuanto al equipo encargado de mantener dicha dicha, no se diga más, hacían verdaderamente un excelente trabajo. Todo marchaba sobre ruedas.

O al parecer, así era.

Para los latinos que hemos compartido una velada con amigos y colegas chinos, es conocido que en cuanto a beber se trata, los chinos por lo general beben en potencias de diez sin importar cuándo y dónde. Es parte de la hospitalidad china. Los latinos reservamos nuestro “salud” para pronunciar una o dos veces en situaciones sociales, a menos claro, que nuestro objetivo sea terminar las reservas de alcohol del planeta, para lo cual nuestro “salud” viene y va de boca en boca. En “Restaurante Caro”, sin embargo, esto casi nunca sucede, ya que los invitados prefieren mantener la etiqueta a lo largo de la velada.

Pero basta ya de dar vueltas al asunto, volvamos a nuestro pobre confundido. Sí, aquel invitado que se embicaba las copas de vino sin soltar la botella con la otra mano, sirviéndose y al prójimo más cercano una vez vacío lo que en su cabeza era sin duda, un vasito de plástico (como los que te dan en el Hot-Pot).

Josefina observaba fría y calculadora, algo que había aprendido de su mentor el general-- el gerente. Los meseros presenciaban la escena entretenidos, despreocupados, sin imaginarse lo que nublaba la mente de Josefina, lo que ella sabía sucedería en cualquier momento…

Y sin más preámbulos, nuestro pobre confundido cae inconsciente sobre la mesa, inconfundiblemente borracho.

Lo siguiente sucedió en cámara lenta: al caer el confundido se produjo lo que se conoce como “el efecto dominó”. Una chica grita al ver el cuerpo inerte de su colega, tirando la copa de vino de la mano de la persona sentada junto a ella, quien al levantarse de un salto, golpea la silla del caballero sentado a su lado, quien al sentir la mínima pérdida de balance, devuelve toda la cena sobre su plato y el de la dama a su lado.

Lo siguiente sucedió en cámara rápida: el gerente, Josefina y cinco meseros pálidos como la nieve se abalanzan sobre las cortinas que separan las dos mitades del restaurante y las cierran de un jalón. Una vez hecho esto, regresan a su velocidad normal y se dirigen a atender a los confundidos. Para ocasiones como ésta, tenían ya ensayados tres pasos básicos de emergencia.

Primero, reparar los daños. Se trapea y se barre. Se cambian los cubiertos y manteles, se remueve el borracho de la mesa. Se prenden velitas.

Segundo, distraer la atención. Se coloca al borracho tras bambalinas, los invitados continúan con su velada, riendo con incomodidad. Se sirve el postre de helado y galletitas (a 150RMB el plato).

Tercero, lavarse las manos hasta que queden bien limpiecitas, es decir, se llama a la ambulancia, ¿Borrachos? ¿Cuáles borrachos? Aquí no pasó nada.

Josefina queda como encargada del pobre confundido mientras llegan los paramédicos y “Restaurante Caro” continúa siendo nada más que un restaurante caro sin eventualidades. Después de unos cinco minutos llegan los paramédicos.

Esto parecería ser el fin de nuestra velada en “Restaurante Caro”, de no ser por una sencilla cuestión. ¿Sabías que en China, los paramédicos no usan camillas? No, no lo sabías. Los paramédicos requerían de un mantel para llevarse al confundido a la ambulancia y Josefina incrédula, por primera vez en su vida, se dijo a sí misma algo que nunca jamás pensó diría: esto en México no pasa…

Los paramédicos envolvieron al pobre confundido en un mantel viejo y Josefina los acompañó al estacionamiento. Desafortunadamente habían estacionado la ambulancia frente a la entrada principal y fueron obligados a salir del edificio por la puerta trasera, algo sumamente obvio ya que cargaban entre ellos (uno mordiendo un cigarro encendido), a un hombre rebotando dentro de un mantel. Dicho desvío, sin embargo, los molestó. Al llegar al estacionamiento, los malhumorados paramédicos colocaron al hombre mantel en el piso y se fueron a recoger el vehículo. Josefina, que todavía no podía producir sonido alguno, se quedó a hacerle compañía al señor mantel mientras regresaban sus héroes al rescate.

Y aquí nos despedimos de Josefina y nuestro amigo confundido. Ha sido un placer compartir esta historia ajena con el frío ciberespacio, y recuerden, si hay algo que hemos de recordar de Josefina y su historia, es “nada con exceso, todo con medida”. Y si eso no sirve para mantener un sano límite en nuestras noches de locura desmedida entonces recuerden: en China, los paramédicos no traen camilla. Y no, tampoco dentro de la ambulancia.

Una mexicana que fruta vendía

Así me encontraba yo, tirada a la jerga como un trapeador, sin reconocer mi mano derecha de la izquierda, o de un pie en mis peores momentos. Así me encontraba yo a una semana de hecha la apuesta y sin haber escrito nada. De pronto, en un momento de inesperada astucia, me escabullí al cuarto de la Bicha y le pedí prestados sin pedirle un par de libros en español, de esos que no abundan por estos rumbos.

Para empezar debo admitir, para mi vergüenza tal vez, que no le entendí mucho a Julio Cortázar, vergüenza oh dulce y pedorrísima vergüenza, sí vergüenza, tómame, lo sé. Pero por favor, si alguien siguiera paso a paso sus instrucciones para subir una escalera terminaría justo donde empezó, pero con la cabeza metida entre las nalgas de tanto dar vueltas hacia atrás.

Para mi sorpresa, fue el señor Fuentes quien vino a mi auxilio, en primer lugar, porque me salvó del tercer intento de leer “Los Pardaillan”, libro que jamás terminaré (“Oh, Juana, finalmente te apretujan mis brazos de semental sudoroso y apestoso”, “Oh, Francisco, mi dueño!”), y en segundo lugar, porque me regaló una bocanada de humo de incienso fresco, asqueroso y sofocante humo típico de las tumbas mexicanas, frescura en su máximo hedor. Ah, Carlitos que escribes en fallecida persona, que frescas son tú y tus naranjas.

Pero en fin, como iba yo diciendo, recibí un poco de ayuda de don Carlos y ahora estoy escribiendo, con fluidez y palabrotas, como debe de ser, y a cuatro cuentos de ganar la apuesta. Es durante un descanso de mis recuerdos e invenciones pícaras que he decidido empezar un pequeño blog en español, para no olvidarme tanto de las reglas de acentuación (hasta ahora voy muy bien), y no gracias al corrector de ortografía de Word 2010 (te amo, Palabra).

Así empiezo pues, jugueteando con los frijoles en mis bolsillos como Juanito y sus frijoles mágicos. ¿O era Tomás?